Desde el corazón de Latinoamérica

A principios de Enero me cambié de casa, de país y de continente para instalarme en el corazón mismo de Latinoamérica: Bolivia. Es aquí donde vivo ahora, en La Paz, donde viviré hasta el próximo verano puesto que estoy brindando mi apoyo en un proyecto de Naciones Unidas. En otra entrada, quizás, os hablé de mi trabajo. Hoy quiero centrarme en la ciudad, en su gente tímida y con la piel curtida. En sus niños y en sus costumbres.

Para mí La Paz son los mates de coca que me tomé nada más llegar, por la altura que embota la cabeza, por la altura que sigue sofocando todavía hoy y que no me deja hablar si subo una cuesta. Para mí La Paz son las luces de las laderas que se ven desde mi salón, como si las estrellas del cielo se hubieran caído y se hubieran instalado más brillantes ahí cerquita. Son las nubes que no hay que mirar arriba, sino de frente, en el horizonte, de tan alto que estamos. 

La Paz desde mi salón.

Es la ciudad presidida por el Illimani que nos vigila y nos protege, una montaña de más de 6.400 metros, nevada y caprichosa que casi nunca se deja ver, oculta entre las nubes. Tan clandestina que pensábamos que era una leyenda. Pero no, una tarde de domingo subimos y lo vimos desde El Alto, esa ciudad metropolitana en la que la realidad es otra, lejos de los edificios altos y del tráfico y de los multicines, una ciudad que se ha formado mayoritariamente a partir de los indígenas que emigraron de las zonas rurales buscando un futuro mejor, una ciudad con casitas de ladrillo, caótica y peligrosa, dicen, donde están, no sólo los mayores índices de pobreza y analfabetismo, sino también de delincuencia. Desde allí, eso sí, la vista de la ciudad es realmente hermosa y el Illimani no se oculta nunca. 

Desde El Alto sí, por fin, se ve bien el Illimani.

La Paz son los niños que me miran con los ojos muy abiertos pero que nunca me sonríen aunque me esfuerce en hacerles gracias, son las cholitas con sus enaguas y sus polleras y sus bombines que lo mismo hacen punto en el autobús que se beben una coca-cola mientras se comen un Pollo Copacabana, el mejor de la ciudad.

Aquí he podido disfrutar de la Feria de la Alasita, que llenó la ciudad de olor a incienso y de puestecitos donde comprar aquello que cada uno desea tener durante el año, eso sí, en miniatura, para que luego el yatiri (una especie de brujo) te lo bendiga para que se haga realidad. La gallina o el gallo simboliza encontrar el amor. Pero había desde contratos de trabajo o diplomas de la universidad hasta casas, dinero, ordenadores o incluso periódicos en miniatura con titulares de portada tales como "Evo deja la política y abre una tienda de ponchos". Yo llené una bolsas de regalos en miniatura para que a los míos no les falte de nada. La Alasita, en fin, una reflexión sobre lo que queremos y sobre lo que tenemos, pero también sobre lo que realmente necesitamos. Un pequeño juego para darnos cuenta de qué es lo más importante. 

El yatiri con mis regalos de Alasita.

Otro día os seguiré contando, os hablaré de la salla, una danza afroboliviana, os hablaré de esa niña que veo cada mañana cuando bajo en el minibus a trabajar al ladito de su madre que vende jugos en la calle, y unos días está jugando y otros dormida en sus brazos. Estoy contento, estoy en la gloria... digo, en La Paz.