En Dolor y Gloria, Almodóvar presenta la historia de Santiago Mallo, un director de cine en su madurez creativa y vital, achacado por los dolores del cuerpo y el alma, e incapaz de seguir rodando. Una película en la que el protagonista se parece demasiado al propio Almodóvar, que tuvo una infancia humilde en un pueblecito de Castilla, que amó a amores que no pudieron ser en su juventud, aquellos locos ochentas, y en la que la dominación materna constituyó el núcleo existencial.
Protagonizada por Antonio Banderas en un estado de gracia como nunca antes, capaz de mimetizarse con el maestro en ese juego de realidad y ficción al que nos somete Almodóvar. De hacerlo con profunda elegancia, sin histrionismos, asumiendo sus gestos y su dolor, poniendo al descubierto los fantasmas de un vida dedicada al arte en su máxima expresión, en su máxima obsesión. Banderas enorme que recibió el Premio al Mejor Actor en el Festival de Cannes, el más importante del mundo. Que suena ya en las quinielas para lograr la nominación al Oscar y que, salvo sorpresas mayúsculas, recibirá el próximo febrero su primer Goya interpretativo (recibió en 2015 el de Honor).
Y, si hablamos de premios, no puedo ocultar la alegría que me produce que la Academia de Cine haya elegido esta película para representar a España en los Oscars de 2020. Ojalá se materialice esa nominación que no se da desde hace 15 años.
Alrededor de Banderas, un elenco de actores que contribuye a ensalzar aún más su interpretación. Ellas, Penélope Cruz, Julieta y Nora Navas, las dos primeras interpretando a la madre (joven y anciana), la tercera interpretando a la mánager. Las tres poniendo de manifiesto la influencia que las mujeres cuidadoras han tenido sobre los hombres criados bajo el yugo de una dictadura católica y patriarcal, y cómo ese rol se replica hasta el día de hoy y permanecerá vivo hasta que los últimos vestigios de esa dictadura eterna que partió España sean cenizas y polvo.
Ellos, Asier Etxeandía y Leonardo Sbaraglia: el amor frustrado, el amor cobarde e imposible que, de igual manera, tiene que ver con una España que se esforzaba por ser moderna pero que tenía décadas de retrogrado ruralismo impregnadas en el ADN.
Pedro Almodóvar se saca en Dolor y gloria el pudor para hablar de las adicciones, de la homosexualidad, de los miedos y los egos del artista. Y lo hace, como siempre, desde una profunda obsesión estética que eleva sus películas hasta un nivel al alcance de poquísimos directores en el mundo, en un alarde profuso de maestría. Qué planos detalle, qué color y qué música.
Toda la película es de un dramatismo pausado sobrecogedor, con la dificultad añadida de conmover a espectadores forzados a los ritmos de Hollywood y Netflix, en los que la acción y el sobresalto se venden como principales valores.
Peliculón valiente, íntimo y profundamente culto. Cine sublime y perfecto.
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Texto: Ismael Cruceta @CajondeHistoria