Aparentaba
serenidad cuando salió de su casa, la falsa serenidad de un hombre atormentado
por sentirse blanco. Y el blanco, para un escritor licenciado en Bellas Artes
como Leonardo Soto significaba el vacío, la ausencia de letras, de ideas, de
una historia que pudiera, si no convencer a sus lectores y a su editorial, sí
convencerle a sí mismo. Porque Leo escribía sobre todo para él, era un proceso
de vaciado sobre el papel que poco tenía que ver con las ventas y los elogios,
era un juicio interior para madurar, para vestir su alma de colores.
Cogió
el coche, había quedado con Anita. Le contaría su problema, le pediría que ella
le contara una historia, una historia maravillosa y cómica que le hiciera
encontrar el cauce de la novela que se le resistía. Leonardo amaba Madrid, pero
no podía más que repudiarla cada vez que se subía en su coche. Buscó entre sus
cedés uno triste y encontró un recopilatorio de canciones francesas del siglo
XX. La primera que sonó fue La vie en
rose, de Edith Piaf, pero la pasó rápido, por manida. Quería escuchar otra,
la canción más triste que un hombre desesperado escribió a una mujer: Ne me quitte pas, de Jacques Brel. La
conocía desde niño, y en su madurez no podía evitar llorar cada vez que
escuchaba el lamento de Brel, que sonaba tan sincero y desgarrado, tan poético.
Versionada una y mil veces, ningún otro cantante había conseguido la magistral
interpretación del cantante belga. Subió el volumen y cantó en alta voz Il faut tout oublier, tout peut s’oublier,
todo se puede olvidar, y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos, sin
llegar a caer por sus mejillas, ne me
quitte pas, no me dejes, suplicaba mientras conducía por el Paseo de
Extremadura, casi gritaba con su francés de erres españolas, un idioma en el
que finalmente había aprendido a manejarse, y el sol asomaba entonces tras los
balcones, en ese Madrid gris y oscuro de enero en el que no había parado de
llover en tres días, concediendo la lluvia una nueva dimensión a su pena,
revistiendo su tristeza y agudizándola. Leonardo se detuvo en uno de los
semáforos en rojo, buscó un cigarrillo, lo encendió y bajó la ventanilla del
coche, para respirar el frío que se colaba del exterior y dejar escapar el humo
que exhalaba su tabaco. Y oyó entonces el eco de la voz de Brel que resonaba y
pedía que no lo abandonaran. Miró a su izquierda y vio una mujer en la plenitud
de su belleza, una mujer de ojos verdes que lloraba mientras cantaba, como él,
la canción de Brel, laisse moi devenir
l’ombre de ton ombre, déjame convertirme en la sombra de tu sombra…
El
cigarrillo se escapó entre sus manos, la chica volvió entonces la cara y se
encontró con la mirada de Leonardo, le miró con lágrimas en los ojos, una
expresión de absoluta tristeza y le regaló una discreta sonrisa al darse cuenta
de que en ambos coches sonaba la misma canción.
El
semáforo se puso en verde, la mujer metió primera y aceleró. Leonardo supo que
esa mujer era Soledad, que la vida la volvía a poner en su camino, en un
semáforo del Paseo de Extremadura. Un claxon sonó tras el coche de Leonardo,
que seguía paralizado. Escuchó un insulto, gilipollas, mientras una mujer de
facciones huesudas le adelantaba y le enseñaba el dedo corazón. El semáforo se
volvía a cambiar de color, ámbar. E inmediatamente después, rojo. El coche de
Soledad se difuminaba en aquella calle larga, la había dejado escapar una vez
más. Y pensó Leonardo en la sentencia
maldita de la canción de Brel: “Je te
raconterai l'histoire de ce roi mort de n'avoir pas pu te rencontrer”. Te contaré la historia de este
rey muerto por no haber podido encontrarte…
Así suena en la voz de Celine Dion. Una interpretación a la altura: