Probablemente la novela más conocida de Mario Benedetti, La tregua es el diario personal de Martín Santomé, que se quedó viudo demasiado joven y afrontó solo la crianza de sus tres hijos. No cabía otra solución y salí adelante. Pero todo fue siempre demasiado obligatorio como para que pudiera sentirme feliz.
Al borde la jubilación, Santomé comienza a escribir en un cuaderno los recuerdos de su vida gris y monótona de oficinista. Hasta que empieza a descubrir en él sentimientos olvidados por toda una vida gracias a Laura Avellaneda. Benedetti, protagonista del mes en CAJÓN DE HISTORIAS, logra, con su estilo limpio y cercano, la introspección total de un personaje redondo, capaz de evolucionar tanto en tan pocas páginas, un personaje al que el lector llega a conocer y querer y sufrir con él. Quizás no le comprenda siempre, es lo que tiene estar frente a los pensamientos sin filtro de alguien, pero el cariño tiene (o debería tener) un fuerte componente de tolerancia.
La tregua es una novela de corte existencialista amable, amable porque entre la frustración y la monotonía del vivir es capaz de concederse un respiro para lanzarse sin miedo ante el único futuro tangible que se llama mañana. Publicada en 1960, los conflictos que se plantean en la historia siguen siendo enormemente actuales: el mundo del trabajo y la clase media en el sistema capitalista, la dificultad para afrontar el amor (en diferentes formas, hetero y homosexual), la rutina y la amistad que es como la marea, que va y viene, y la convivencia, que se parece a la amistad pero no es igual.
Pero ante todo La tregua es una historia de amor fugaz y hermoso, de los que inundan el alma. Derrocha ternura en cada página y provoca sonrisas (Puede parecer insólito, pero el clima de esta empresa comercial depende, en gran parte, de un orgasmo privado) pero atención los sensibles porque es una de las novelas más conmovedoras del siglo XX, tanto que los ojos se llenan de agua y compasión.
La tregua es una lectura necesaria que duele y cura y reconforta.
La frase:
La gente acaba por lo general sintiéndose desgraciada, nada más que por haber creído que la felicidad era una permanente sensación de indefinible bienestar, de gozoso éxtasis, de festival perpetuo.