LA GRAN FAMILIA ESPAÑOLA, de Daniel Sánchez Arévalo

La gran familia española es ya, y por suerte, uno de los éxitos del cine español de la temporada, algo que era de esperar teniendo en cuenta la buena relación que desde el comienzo de su carrera ha tenido el director Daniel Sánchez Arévalo con el público. Y toda una alegría teniendo en cuenta que cada vez son menos las personas que se gastan el dinero en acudir a las salas, y no me extraña, la verdad, cuando todo se pone cuesta arriba y además desde el Gobierno parecen interesados en complicar todavía más las cosas.

Es la historia de una boda que había de celebrarse el día que la Selección Española de Fútbol jugó la final del Mundial de Sudáfrica en 2010. El novio, Efraín, un niño de 18 años que lleva comprometido con la novia desde su más tierna infancia. Los hermanos del novio: Adán, que sufre depresión y tiene una hija de unos diez años que se cuestiona su sexualidad; Benjamín, con discapacidad psíquica al que le gustan los quesitos; Caleb, que se fue a África y ha vuelto para el enlace; y Daniel, que está liado con exnovia de Caleb. Vamos, una locura. La historia se va complicando y volviéndose cada vez más intrincada hasta una parte final que resulta del todo inverosímil pero que está tan bien contada que da lo mismo. Esa es la gran virtud de Daniel Sánchez Arévalo, que es capaz de contar historias imposibles y hacerlo con tanta maestría que sus películas finalmente funcionan. Con otro director, La gran familia española no podría existir o sería un fiasco terrible. Con él, estamos ante dos horas de buen cine.

El principio del filme es más cómico y desenfrenado, con una secuencia del inicio de la ceremonia que me ha parecido absolutamente deliciosa. Después, se evoluciona hacia el melodrama, quedando el conjunto en una especie de comedia dramática con tintes sensibleros, con la que no sabes si reír o llorar, o hacer las dos cosas a la vez y que sea lo que dios quiera. Estos cambios de ritmo están algo forzados en determinados momentos, pero como decía, en manos de otro director menos eficaz hubiera sido una amalgama de clichés bochornosos, y aquí, en cambio, estamos ante un derroche de frescura que consigue la conexión con el espectador y su disfrute,  que es lo más importante en este caso. 

Otra de las grandes virtudes de Sánchez Arévalo es su brillantez para la dirección de actores. Se enfrentaba, una vez más y como ya lo hiciera en Gordos o Primos, a una nada despreciable cantidad de personajes con personalidades complejas y llevadas al extremo hasta rozar el límite con lo absurdo. Un reto del que sale airoso sin dificultades. Vuelve a trabajar con dos de sus actores fetiche: Quim Gutiérrez y Antonio de la Torre, protagonista del mes en CAJÓN DE HISTORIAS. Si Pedro tiene a las "chicas Almodóvar", Daniel tiene a los "chicos Sánchez Arévalo", que con él están fantásticos siempre. El primero, Quim, efectivo, como casi siempre, y el segundo, Antonio, mucho más que correcto, también como casi siempre. Junto a ellos, encontramos a Patrick Criado (¿le nominará la Academia como Mejor Actor Revelación?), que lleva muy bien el peso de la película y se ciñe a su papel con la naturalidad y la frescura que correspondía; a Roberto Álamo (¿nominación casi segura al Goya como Mejor Actor de Reparto?) que nos regala alguno de los mejores momentos de la cinta, de los más cómicos; a Verónica Echegui, Miquel Fernández o Héctor Colomé, entre otros, que tiran del carro para que todo funcione; y además están pululando por ahí Raúl Arévalo y Pilar Castro en una pequeña aparición, para que no les echemos demasiado de menos en una película de Sánchez Arévalo. 

En conclusión: la cinta dista de ser una perfecta, pero sí que es fresca e insufla un optimismo que escasea en estos tiempos en las grandes y pequeñas familias españolas, y eso está muy bien.